El carruaje de los payasos rolos
Son las seis y cuarto de la tarde. Hora pico. Estación Ricaurte.
La fila para recargar la tarjeta del SITP está más llena que Crepes & Waffles a la una de la tarde, y entrar a la estación es casi tan difícil como sacar visa para Estados Unidos. El sol se esconde, pero el calor humano sube como vapor dentro del vagón. Adentro, tres personajes ya están atrapados entre las puertas que, con fuerza humana, logran cerrarse. La gente prefiere ser una arepa: que la amasen, la aplasten y la pongan sobre el sartén. El TransMilenio es, sin duda, un sistema de transporte bien caluroso.
El señor White tiene los ojos bien abiertos: es el funcionario. Viste como todo un soldado, con colores azules y rojos. Lleva un silbato y un bolillo, listo para activarse en cuanto un genio del parkour intente colarse entre el bus y la estación, evadiendo con agilidad el pago del pasaje. A este hombre los usuarios le temen; siempre están pendientes de que no los esté mirando. Si los descubre en su intento, se verán obligados a evacuar y, con suerte, a perder el camino a casa.
Augusto, un comerciante cansado tras un día largo, por fin llega a la entrada de la estación luego de esperar más de una hora en esa fila agotadora. Lleva consigo tres maletas enormes que incomodan al resto de pasajeros, empujándolos sin darse cuenta, hasta que escucha desde el fondo: “Hermano, ¿qué le pasa? ¡Tenga cuidado!”. Solo entonces reacciona con un gesto de vergüenza. Finalmente, llega a la registradora, pero al buscar en sus bolsillos no encuentra la tarjeta. Rebusca en las maletas, generando aún más molestia en los demás, hasta que se da cuenta de que la tarjeta cuelga de su cuello. Cuando la va a pasar, suena la voz con ese tono español que nadie quiere escuchar (menos después de un día tan largo): “Saldo insuficiente”. El público abuchea y empieza a hacerlo sentir aún más incómodo. La escena llama de inmediato la atención de Mr. White.
En medio del caos aparece una mujer muy querida: Contra-Augusta. Sin importarle los comentarios, se cuela entre la fila para decirle a Augusto: “Mono, no se preocupe, yo le vendo un pasaje”. Augusto empieza a buscar monedas en todos sus bolsillos y billetera, aumentando aún más la tensión general. La mujer trata de calmar al público con su voz dulce, pero nadie la escucha, y la situación se convierte en un pogo digno de Rock al Parque. Contra-Augusta, con ganas de ayudar a que Augusto llegue a casa, propone un plan: el famoso 2×1. Le explica la estrategia a Augusto, y entre empujones logran pasar la tarjeta. Pero por culpa de las maletas, Contra-Augusta se queda por fuera.
La gente chifla, y al fondo aparece corriendo Mr. White. Hace sonar su silbato mientras Contra-Augusta intenta pasar por debajo de los torniquetes. Al lograr entrar, Mr. White la intercepta y le dice: “Me hace el favor y se sale de la estación”. Augusto, achantado por la situación, alza la voz: le explica que ella solo trataba de ayudarlo. Pero a Mr. White no le importa: decide sacar a ambos de la estación.
Augusto no se da cuenta de que ha dejado dos de sus maletas dentro. Contra-Augusta, viendo su tristeza, intenta ayudar a recuperarlas, pero, ¡oh, sorpresa!, alguien ya se las ha robado. Ella arma un escándalo, y Mr. White, con refuerzos policiales, decide sacar a los dos definitivamente del sistema. Así termina el día para estos tres personajes atrapados en una tragicomedia diaria llamada TransMilenio.
¿Quién necesita un teatro cuando Bogotá ya es un escenario?
El TransMilenio en Bogotá es el carruaje de los payasos, donde cada día se presentan diferentes situaciones que nos muestran momentos cómicos de la vida diaria de los bogotanos. Dentro de estas “normalidades”, podemos encontrar que existen tres personajes que constantemente nos acompañan desde nuestra casa hasta nuestros trabajos o institutos educativos, y en muchos casos, nosotros mismos podemos vernos encarnando alguno de estos tres arquetipos del clown moderno: Blanco, Augusto y Contra-Augusto.
¿Quién es Blanco?
No, no es ese gringo que viene a pedirte que le hables inglés en tu propio país, ni el que coloniza con sonrisa de comercial de crema dental. Aunque, pensándolo bien… tal vez sí. Porque este personaje tiene todo el paquete: es el jefe de jefes, el emperador del escenario. Blanco es ese ser brillante (literalmente, a veces parece lleno de cera), al que todos obedecen sin saber por qué, como si llevar un traje impecable y una ceja levantada bastara para tener el control total del caos. Tiene la capacidad de mandar, manipular, juzgar, corregir y hacerte sentir como si hubieras olvidado hacer la tarea. Él no se mancha, no se tropieza, no se ríe demasiado (porque eso arruga la cara). Es la ley, la norma, el Excel del alma. ¿Es gringo? Tal vez. ¿Es colonial? Muy posiblemente. ¿Tiene el corazón de un algoritmo y el alma de un meticuloso director de orquesta frustrado? Sin duda. Así que sí, podemos decir que Blanco es un tono gringo. Pero no cualquier gringo: uno con título en administración emocional, certificado en sarcasmo y diplomado en mandar a callar con solo una mirada.
Cara Blanca, o como lo rebautizamos aquí, Mr. White, no es solo un funcionario. Es la encarnación del orden, el control y la burocracia performática. Su silbato es la batuta de un director autoritario; su bolillo, un cetro improvisado. Él no solo cuida la entrada al sistema: cuida el sistema mismo. Como señala Jacques Lecoq: “El clown blanco es el dueño de la situación, el portador de las reglas y la autoridad del juego.” (Teatro del Cuerpo, 1997).
Y claro, Mr. White no permite fisuras: si te cuelas, no solo rompes una norma, rompes la armonía de su partitura administrativa.
¿Augusto?
¡Ah, claro! Ese no manda nada, pero lo desordena todo. Es como ese amigo que llega tarde, no pone plata para la vaca y todavía se ofende porque nadie le da un shot. Augusto es la risa pura, el error convertido en arte, el caos vestido con medias distintas y sombrero de empanadas. No entiende las reglas, y si las entiende, las rompe con estilo. Si Blanco es un Excel bien ordenado, Augusto es una agenda con solo las fechas escritas. Se tropieza con su propio pie, olvida lo que iba a decir (como el típico marihuanero), y aun así, ¡todos lo aman! Porque en el fondo, queremos ser como él: libres, ridículos y eternamente confundidos.
Augusto es el alma del relajo, el que le pone más queso a la arepa. No sabe ni cómo llegó a la escena, pero ahí está, destruyendo estructuras y robándose el show sin querer.
Augusto es el alma del caos: el ciudadano común atrapado en un sistema que no entiende y que tampoco lo entiende a él. Carga maletas, tropieza, pierde su tarjeta… no por torpe, sino porque está representando el drama urbano del olvido, la precariedad y el cansancio. Su falla es su forma de existir. Como dice Yayo Cáceres: “El clown que se equivoca no lo hace para hacer reír: se equivoca porque su mirada es otra.” (Manual de la imperfección, 2016).
¿Contra-Augusto?
Ah, sí… el eterno desubicado profesional. No es jefe como Blanco, ni caos puro como Augusto. Es… otra cosa. Está ahí, en medio del campo de batalla, con cara de “yo solo venía a preguntar la hora”, pero termina encendiendo la mecha del desastre. Es como el hermano menor que quiere jugar con los grandes, pero no sabe si va a patear el balón o abrazarlo. A veces intenta imponer orden y se le cae el silbato en la sopa. Otras veces se une al desorden, pero se tropieza antes de empezar el desastre. Es el equilibrio mal logrado, el intento de mediador que, sin querer, hace todo más raro. Y por eso, es absolutamente necesario. El Contra-Augusto no es el pegamento, ni la dinamita. Es el pegamento con dinamita dentro: impredecible y contradictorio. Nunca sabes si va a arreglar el problema o convertirlo en una ópera de gallinas con acordeón. Pero una cosa sí es segura: sin él, la escena sería solo blanco y negro. Dentro del ejemplo que planteamos al principio, Contra-Augusta, por su parte, intenta mediar. Se cuela, pero no por rebeldía, sino por compasión. Quiere ayudar, pero termina agravando el caos. Representa ese personaje social que quiere hacer el bien, pero está atrapado entre normas que no le permiten ser útil. Como diría Philippe Gaulier: “El Contra-Augusto quiere entender al Augusto, pero fracasa en su lógica, porque él también es un clown disfrazado de razón.” (El payaso y su doble, 2002).
En este triángulo tragicómico vemos un microcosmos del país: la ley (White), el caos (Augusto) y la buena intención que no encuentra cómo actuar (Contra-Augusta). Y en medio, el público, espectadores involuntarios de esta comedia nacional, que a veces abuchea, a veces aplaude, pero casi siempre solo quiere llegar a casa.
El TransMilenio, más que un sistema de transporte, es un escenario rotativo donde se manifiestan, a diario, los tres pilares del juego clownesco: la norma, la disrupción y la mediación fallida. En él no solo se mueven cuerpos: se moviliza una dramaturgia social que escenifica, en clave de comedia involuntaria, las tensiones entre el control institucional, la precariedad ciudadana y los intentos, a veces torpes, pero profundamente humanos, de cuidar al otro.
Jacques Lecoq decía que el clown surge cuando el actor se permite fracasar con autenticidad. En ese sentido, Mr. White no es un funcionario: es una máscara de rigidez que teme al desorden porque no sabe improvisar. Augusto no es simplemente un usuario torpe: es la humanidad del error que, sin buscarlo, pone en evidencia lo absurdo de las reglas cuando no dialogan con la realidad. Y Contra-Augusta es el eterno intento de reconciliación: ese impulso solidario que, por no ser reconocido por la estructura, termina criminalizado.
Lo interesante es que ninguno de estos personajes funciona sin el otro. Como en la lógica del clown, el conflicto no es un accidente: es el motor del juego. Y quizás esa es la enseñanza más poderosa del sistema TransMilenio: que, en nuestra vida cotidiana, como en la escena, el conflicto no se resuelve anulando al otro, sino aceptando el desequilibrio como forma de verdad.
El teatro del clown nos recuerda que lo que se rompe no es un error, sino una oportunidad de transformación. Quizás, si escucháramos más la risa que emerge del desastre, esa risa honesta, no burlona, entenderíamos que el fracaso compartido puede ser más liberador que la eficiencia individual.
Como decía Lecoq: “El clown es el punto más frágil del ser humano, pero también el más libre.” (El cuerpo poético, 1997).
Y en una ciudad como Bogotá, donde todos somos parte del elenco, no se trata de actuar mejor, sino de atreverse a ser más vulnerables en escena, y reconocer que, en el fondo, no hay espectadores: solo actores en tránsito.
Referentes:
- Lecoq, J. (2003). El cuerpo poético. Alba Editorial.
- Cáceres, Y. (2002). Manual del payaso: La técnica del clown. Editorial Universidad de Antioquia.
- Gaulier, P. (2002). El payaso y su doble. Éditions Filmiko.